Perder el miedo al rapto o al child abduction

Hace pocas semanas un “experimento social” conmovió a los padres y madres de buena parte del mundo con un video sobre child abduction que se viralizó en las redes sociales, en el que demuestra cuán fácil resulta para un desconocido abordar a un niño pequeño en una plaza y, en cuestión de segundo, llevárselo de la mano, como si fuera su propio hijo.

Fue realizado por el estadounidense Joey Salads, titular de un canal de bromas en YouTube, que esta vez dejó las cachadas de lado para aplicarse a un tema que es, en Estados Unidos, un verdadero flagelo: 700 chicos son secuestrados por año. Y las capturas, por lo general, suceden en espacios públicos, repletos de gente, ante la mirada de madres, padres, abuelos, tíos y cuidadores.

Esto no es un secreto, el fantasma del rapto, la desaparición o el accidente fatal en un segundo de descuido ocupa buena parte de la conciencia latente de todo padre o madre, hay a quienes este sentimiento los toma por completo y vuelcan todas sus inseguridades en los niños, volviéndolos dependientes, temerosos y reservados; y hay quienes manejan sus propios temores como la rosca de una canilla que gotea, la molestia está allí, pero aún apretarse el grifo.

En 2014 la escritora argentina Samanta Schweblin publicó su primera novela corta “Distancia de rescate” (Random House), elegida en la Argentina como la novela del año 2014 en una encuesta organizada por Eterna Cadencia de la que participaron más de setenta y cinco personas del ámbito de las Letras: escritores, editores, periodistas, libreros, críticos. Esto viene a que en el libro la autora, que no tiene hijos, compone un personaje femenino: una madre, en situación de receso de verano que pasa la semana sola con su pequeña hija en una casa de campo, a la espera de la visita de fin de semana del padre. Es ese contexto de cuidado exclusivo de su hija, la protagonista realiza las tareas cotidianas siempre calculando mentalmente los movimientos, en paralelo, de la pequeña y llama a esto “distancia de rescate”.

Así, mientras intenta participar de una conversación intimista con una vecina, observa los movimientos de Nina en el parque, cerca de la pileta, y evalúa el siguiente paso. Sopesa las distancias, el tiempo, la intensidad de la reacción que debería desplegar si a la niña le pasara algo, como caer al agua. El personaje está en permanente estado de alerta y agonía, totalmente consciente de que toda su aparente normalidad puede quebrarse en cualquier segundo, que la íntegra estructura de su vida puede desmoronarse con un mal paso.

No hay adulto que tenga a su cuidado a un niño que no sienta, a menudo, como punza en el estómago la certeza de la fragilidad del equilibrio sobre el cual se construye nuestro cotidiano. Y no hay secretos para obligarse a soltar la mano de un hijo, lo cierto es que necesario hacerlo, es absolutamente necesario entender que hay pesares que un padre no ha de poder evitarle a un hijo o hija.

Sin embargo, la glotis se aprieta como en un brote alérgico cuando entre los juegos de plaza nuestro pequeño desaparece por unos segundos. Tensión que se relaja cuando su figura vuelve a aparecer luego de un escaneo acelerado del campo.

Para atreverse a soltar, muchas veces, uno confía en la evangelización de los niños: “No hables con desconocidos”; “No aceptes comida en la calle”; “No aceptes bebidas”; “Espera en la esquina a darme la mano antes de cruzar”; “Espera el semáforo”; “No te alejes”; “No juegue cerca del agua”; “Andá con cuidado”, “Andá con cuidado”, “Andá con cuidado”.

Lo maravilloso del experimento de Joey Salads es que antes de hablar con los niños se acerca a los padres y les pregunta cuántas veces les han advertido todas estas cosas, cuán a menudo les recuerdan los peligros de irse con extraños, y todos los padres responden que muchas veces. Ahora, cuando el joven va por los niños ellos claramente han dejado atrás todas las advertencias y simplemente confían. Porque sí, porque el señor va con un perro, un perro adorable que se deja acariciar.

Conclusión, sólo podemos hablar con la verdad con nuestros hijos e hijas, estar a su lado y cuidarlos a distancia, confiar en que han de desarrollar un instinto de supervivencia y salvataje que los mantenga a salvo. Pero aún así, la puntada precisa en la boca del estómago no ha de acallarse. Eso también es ser padre y madre.

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